En la justicia transicional no se debe olvidar a las víctimas de la guerra contra las drogas

Por Mohamed ElBaradei, Ruth Dreifuss, Elhadj As Sy

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Pocas veces ha habido en la historia moderna algún país que pueda compararse con Colombia en cuanto al grado de violencia que ha experimentado, las pérdidas que ha sufrido en su propio territorio o la resiliencia que ha mostrado para hacer frente a sus desafíos. Colombia ha padecido guerras internas, asesinatos, homicidios y secuestros, así como desplazamientos causados por la violencia y las guerras por el control territorial. Las principales víctimas han sido las poblaciones civiles. Lo que es peor, aunque los conflictos han alcanzado una magnitud regional y han involucrado intereses extranjeros, sus protagonistas han sido los propios hijos de Colombia. El sufrimiento, las injusticias y las arbitrariedades de años de conflicto han afectado de forma indiscriminada a todas las partes.

Hoy, las medidas de justicia transicional previstas en el Acuerdo de Paz de 2016 a través de la Comisión de la Verdad representan, a los ojos del mundo, el espacio designado que permitirá que todas las víctimas de la guerra contra las drogas sean escuchadas. El correspondiente informe, que se publicará este año, es un elemento clave de los próximos pasos para alcanzar una paz duradera.

El mundo observa con atención la labor que realiza la Comisión de la Verdad para abordar la realidad de cómo las políticas de drogas represivas han contribuido a la violencia, los conflictos y las numerosas violaciones de los derechos humanos. No hay duda de que el tráfico de drogas ha sido uno de los factores que han echado más leña al fuego de los conflictos en Colombia y que, durante muchas décadas, han contribuido al financiamiento directo u oportunista de los grupos armados. Sin embargo, al mismo tiempo, la represión ciega de esas situaciones de producción y tráfico ha menoscabado el control de drogas, pues ha contribuido a que las ganancias y el poder queden en manos de los delincuentes. Dicha represión se ha centrado en los cocaleros tradicionales, los consumidores y los traficantes a pequeña escala, sin que los encargados de hacer cumplir las leyes de drogas tengan que rendir claras cuentas de sus acciones.

Conocer la verdad es un paso decisivo para lograr la reconciliación y la equidad entre los colombianos. Pero esa meta es imposible si no se rompen todos los tabúes. No resultará fácil abordar más de un siglo de conflictos (profundamente agravados en los últimos 50 años por la guerra contra las drogas que se ha librado en territorio colombiano, liderada por potencias extranjeras) sin hablar de lo inmencionable y sin exponer los defectos de todas las partes involucradas.

Si se quiere buscar la verdad o la reconciliación, no se puede ignorar el impacto de la militarización de la respuesta contra el tráfico y la producción de drogas, cuando los productores han sido cocaleros que se han visto atrapados en una guerra. De lo contrario, se dejaría de tener en cuenta a toda una parte de la sociedad colombiana que, si bien es un segmento estadísticamente pequeño y marginado desde el punto de vista geográfico, está compuesto por personas que han perdido su bienestar a causa de la guerra contra las drogas.

¿Alguna vez se ha dado a los cocaleros la oportunidad de expresarse, de exponer sus motivos socioeconómicos y culturales para vender sus cosechas a quienes las utilizan para producir drogas ilegales, o de explicar el impacto que ha tenido en sus vidas la fumigación con un carcinógeno como el glifosato?

De modo similar, ¿en qué momento se ha permitido que los efectivos militares, equipados y entrenados por una potencia extranjera, se manifiesten libremente sobre la eficacia de poner en peligro sus vidas, cuando la producción y el tráfico, así como las ganancias y su blanqueo para introducirlas en la economía legal, van en constante aumento cada año? Según su propio criterio y desde el punto de vista de la paz, ¿qué se ha logrado con sus acciones en la jungla colombiana?

Tenemos la esperanza de que la Comisión de la Verdad sea un espacio donde se puedan reconocer y admitir los daños que han causado los Estados con la aplicación de políticas de drogas, donde las víctimas se sientan seguras para denunciar 50 años de injusticias y se promueva una conversación sobre cómo reparar los daños causados y garantizar que la historia no se repita. La Comisión de la Verdad es la oportunidad de dar voz a las víctimas, a quienes han sufrido con la penalización, la coacción por parte de narcotraficantes y grupos guerrilleros, y la estigmatización social, para que, quizás, a través de sus palabras, el mundo entienda que la participación en los mercados de drogas, al nivel que sea, suele estar vinculada con la falta de oportunidades, servicios e infraestructuras. Dar cabida a la verdad, por más incómoda que sea, y crear un espacio para que todos puedan exponer su verdad, tal como la han vivido, es la clave para lograr una paz sostenible y prevenir injusticias futuras.